martes, 30 de junio de 2015

FLASH GORDON — MIKE HODGES

Afiche. Por Amsel
Oportunista y controvertida en peli de culto ¡de lo mala que es!, esta lamentable producción está pagada por Dino de Laurentiis. No rinde, para nada, culto al cómic de Alex Raymond. Sugiere incluso ser “descarte” de los disparates que los Hermanos Salkind costearon para “mofarse” de Superman, y que Mike Hodges aprovecha hasta en la elección de compañera de esta suerte de Campeón Eterno del exótico planeta Mongo. Melody Anderson, que interpreta a Dale Arden, la Novia Eterna de Flash, recuerda mucho a la bulímica Lois Lane de Margot Kidder.

Si pretendía dar una imagen de la mujer de Década 80, firme, segura e independiente, obtuvo empero un estereotipo irritante de una fulana que aspiraba a ser un hombre para así tutearles, en falsa igualdad de condiciones, imitándoles en sus expresiones más desagradables y las resacas tras épicas borracheras. (El sexo, va aparte.)

Prosigue la carrera de desaciertos Sam Jones como Flash. Lejos del elegante sujeto que Raymond dibujara, Jones es un mesomorfo jugador de fútbol americano cuya profesión tiene la oportunidad de enseñar, en todo su esplendor, en el salón del trono de Ming el Despiadado (o Max von Sydow, que en ciertos momentos parece seguir pegado a las pieles suntuosas del rey Osric de Conan el Bárbaro).

El desamparado trío de terrestres comparece en la
pompa de una corte de opereta esperando su suerte
Cuesta auténtico trabajo verle aciertos a esta infeliz producción (quizás exceptuando el tema central de la BSO de Queen). Los desaciertos, más numerosos, entierran los aspectos positivos que, caritativamente, pudiéramos verle. El primero a destacar, es esa zafia frivolidad americana de que “somos los amos dentro y fuera de la Tierra y jodeos por nuestros modales”. Otro escaso “éxito” es el vestuario de los de Mongo. Esos adornos de latón dorado, las pesadas túnicas rojas, las absurdas máscaras antigás que hacen parecer cerdos procaces a las tropas (tristísimo émulo de los Stormtroopers de Star Wars), más los retales del harén de algún modo mórbido emperador chino…

Ubicados en la órbita lucasiana, aparece un trasunto de Darth Vader obsesionado con las curvas de Aura (Ornella Muti), hija de Ming el Despiadado. Debía irle el sadomaso, pues anhelaba los desprecios de la primogénita del chinés Capitoste. Más allá, aparte de su nula relevancia guerrera, los aspavientos de un presunto poder que no poseía, poco más a resaltar del elemento.

Y ¿quién la lidera? Ming el Despiadado con cara
de estar mortalmente aburrido
Suelen destacar, a favor, el retropunk de las naves, inspiradas ciertamente en las daily strips, así como el maquillaje de algunos ‘secundarios’.

Mas tal sucesión de payasadas, que son las que sugieren la impresión de que estaban tirado de desechos de Superman, nos sitúan lejos-lejos del icono heroico que Raymond (y continuadores) dibujó, y que podemos considerar, más que refinado de Buck Rogers o Brick Bradford, heredero muy directo de las audaces andanzas de John Carter.

Una prueba que sostiene esta teoría está en que, apenas Zarkov secuestra a Flash y Dale a punta de revólver, y su azaroso viaje de colisión contra Mongo concluye, son atacados por la más estrambótica y variopinta población local. Pero cosa corriente para el destacado guerrero de Virginia domiciliado en Barsoom.

Una aliada inesperada, pero porque está prendada
de los  exóticos pectorales de Flash Gordon
Todo eso desperdicia esta película que sólo tiene una cosa que desentona con su aire de comedia Zucker-Abraham-Zucker: Arboria. Esa parte, poderosamente influida por el Dagobah de El Imperio Contraataca (el oportunismo previamente citado) parece incluso de otro filme, dirigido por alguien que sí era consciente del material que manejaba y decidió tratarlo con el debido respeto. Falla quizás en el “exceso de celo” como Jones caracteriza a Flash, aunque lo compensa la fría aristocracia hereditaria como Timothy Dalton representa al Príncipe Baring, Robin Hood de Mongo, aunque también esencia del Hombre Verde taumatúrgico de la mitología celta.

Este Flash Gordon verdaderamente está desnaturalizado con respecto a sus orígenes. Es posible, y salvando las distancias de tiempo, producción y censura, que algún episodio del viejo serial protagonizado por Buster Crabbe tuviera momentos supremos a los que este filme ni se acerca, con su parafernalia de SFX de feria. No hubo intención de hacer algo digno, con vistas a explotar la franquicia, cosa que sí supieron hacer con Indiana Jones, y destino que la malograda película de Doc Savage comparte con este Flash Gordon.

La forma más extraña de hacer amigos en Mongo:
torneos a muerte y a latigazos
Estaban por tirotear el mito, porque era una opción fácil de hacer Historia, una forma baja, aun grosera, que desvirtúa a sus responsables y pone en peligro querer retomar, por otros, el proyecto. Menudo baldón ha caído al personal, pues siempre se recordará esta sarta de insensateces, colocando tales piedras de molino al cuello de la siguiente cinta que no podría levantar cabeza.

Sin embargo, seamos objetivos y reconozcamos qué triste y aún más desafortunada fue la versión televisiva realizada a mediados de la década de 2000. Mientras que el Ming de von Sydow aparecía irónico y altanero, triunfal, el de esa serie semejaba un noble de saldo de Dune, patricio además consciente de su insignificancia.

En cuanto al nuevo Flash… ¡regresa, Sam Jones!

jueves, 25 de junio de 2015

FLASH GORDON — ALEX RAYMOND

¿Un guiño seminudista a las nudistas aventuras de
John Carter en Barsoom?
Un repaso a las páginas pulcramente ilustradas (o, mejor, daily strips) por Alex Raymond, así como un análisis realizado desde la perspectiva de obras parecidas, similares, o sólo aparecidas después, junto a un cítrico sentido de la realidad y la Historia, permite ver que el hidalgo de los espacios avecindado en Mongo, Flash Gordon, virtuoso jugador de polo, es un engranaje de la Propaganda que empleó el Gobierno norteamericano en beneficio de la causa que pretendía devolver la democracia a Europa, tras haber pateado los culos nazis (y nipones imperialistas) hasta sus tumbas.

Pero no siempre fue así; al principio, el ario Flash, refinado de una selecta serie de virtudes y valores que se suponen inspiran y contiene el estadounidense (lealtad, valor, sentido de la justicia, del sacrificio…), es víctima de un secuestro y le “disparan” contra un planeta errante que amenaza impactar contra la Tierra. Lo acompañan Dale Arden, un bibelot medio dibujado como Betty Boop (por entonces) y otro estereotipo (de científico loco): Hans Zarkov. Ha ideado un plan para evitar la brutal catástrofe.

El plan era iniciar un gigantesco homenaje a la aventura,
pura y dura, merced a numerosas influencias
¿El plan? Expedirse a “negociar” con la masa errante para impedir nos destruya. Pero, bueno, eso son insignificancias para poner “en órbita” la idea principal: ¡¡acción!!, generar una saga exótica de aventuras en tierras “nunca vistas” que articulaban fantasías previas como Buck Rogers, Brick Bradford y el campeón de todas ellas: John Carter de Barsoom.

Así, inmediatamente Gordon & CÍA son manipulados por criaturas extravagantes y singulares que los zarandean de acá para allá para deleite de reyezuelos locales o peor: del tirano achinado Ming, déspota reflejo del miedo norteamericano al Terror Amarillo, instaurado desde bien pronto en su producción de ficción.

Flash Gordon, por todo esto, permite suponer que fue una serie tramada, más que en pos de la evasión o el aprovechamiento de espacios fantabulosos que otros no supieron explotar con éxito, para la Propaganda patria. O le inyectaron esa intención. Según iba volviéndose rampante el Terror Nazi, que Gordon derrotaría (!) en una saga de vigorosas viñetas llenas de camaradería y prodigios, Flash va encarnando más virtudes de fortaleza/resistencia norteamericanas contra una amenaza que codiciaba el mundo.

Mongo rebosa de variedad biológica, aunque un
tanto alocada, como aquí podemos ver
No obstante, “entre guerras” quedaba aún espacio para brindar al cándido lector de Década 30 escenarios espectaculares que, conforme la serie avanza hacia Década 40, menos extraños, alienígenas, se dibujan. Esta terraformación afecta a las estrambóticas razas, estilo Edgar R. Burroughs, de los Hombres León, Hombres Halcón, hombres-lo-que-sea, que finalmente desaparecen, reinando el armonioso Baring sobre todas ellas.

Un núcleo de la vistosidad de Mongo (planeta que se antoja, más que esférico, situado sobre plataformas, o niveles de videojuego, interconectadas sus naciones por puentes, y cuya errante entidad termina apenas los terrestres se domicilian en él), la pluridad de razas imaginadas bastante a golpe de ocurrencia súbita, se amalgaman en una estructura racial humana. Y, si es imposible armonizarlas con el canon de Vitruvio, se eliminan. ¿Complicaciones? Ninguna.

Mientras Flash Gordon anda de bronca con los
compis, un insidioso achinado Ming intrigante
mete ideas raras en la cabeza de la perpleja Dale
Aun Ming, que primero era verdaderamente tirano amarillo, suerte de caricatura del chino, según ha perpetuado el grafismo, empieza a tener una muy saludable tez rosada caucásica. Se vuelve estilizada silueta prusiana con elegantes casacas decoradas con el sigul solar, conservando sin embargo algunos “atributos” de su “ascendencia” asiática que, según detona 1940, se evaporan finalmente. Los freaks no tienen lugar aquí.

Por otra parte, Flash Gordon es un personaje arrojado a la palestra de la evasión (y el citado empleo patriótico de Propaganda, menos colorido que Captain America) sin que tengamos el menor dato biográfico suyo claro.

Ignoramos de dónde surge su prodigioso uso del sable, la habilidad superior de atleta que avergonzaría a su contemporáneo Doc Savage, dónde adquirió la diestra mesura de estadista que suele mostrar, aunque su política recuerda a la del “palo en alto”. Es un metrosexual “a prueba de tentaciones” que inmediatamente despierta las avideces de las vampiresas de Mongo, opuestas a la cándida, fiel y virginal Dale Arden, otrora trofeo codiciado por la lujuria desbocada de Ming.

¡Hasta la Princesa Leia estaba por los huesos
de Flash!
Se ilustra a Flash como espejo de hombres, nobles y reyes, en la mejor tradición de la Caballería artúrica; aun plebeyo, instruye sobre cómo gobernar a todos los monarcas, hombres o mujeres, de Mongo. Trasplanta triunfantemente el ideal pregonado por Superman (“la verdad, la justicia y el estilo de vida norteamericano”) a esos pagos estelares distantes.

Lo cierto es que todo eso andaba improvisado por el equipo de autores tras las proezas. Había que producir Producir PRODUCIR y todo valía. Y si, encima, echamos una mano a la patria en tiempos procelosos, ¡mejor! Y ahí ha quedado, FlashGordon: icono de la ficción-a-ocurrencias que ha perdurado en la memoria colectiva (al menos, de los que amamos las historietas) y buscando, con arrojo galante, en otros formatos forma de legar y vivir, imprimir huella cara a la posteridad. Aun: regresar a las viñetas.

domingo, 21 de junio de 2015

EL HOMBRE LOBO — JOE JOHNSTON

Afiche. Lo destacado del elenco
Si H.G. Wells, en El alimento de los dioses, nos retaba a ser mejores mediante parábola de ciencia ficción de 1904 (aún alboreaba el género, prácticamente), desafiándonos a desarrollar la grandiosidad que dentro podemos poseer y construir un futuro paradisíaco, aun insinuándolo deber moral, Joe Johnston filma una historia que “ensalza” los valores más salvajes y primitivos del Hombre como un camino, si no de independencia, sí de aceptación de algo que produce ritual abominación, armonizándonos con nosotros mismos.

Es el piadoso mensaje que podemos destacar de una cinta por lo demás vana, casi deleznable, ‘destacada’ por una efusión libérrima de casquería. Han intentado trabajar cierta atmósfera de grises y azules oscuros para enmarcar el bestialismo de una víctima a la que un ofuscado padre intenta “salvar” transmitiéndole una milenaria maldición.

Poco más puede añadirse sobre esta producción de Universal, la “casa de los monstruos”. Alcanza el límite del entretenimiento justo por los pelos, mas jamás ha aspirado a la “enormidad” que Wells nos imponía en su fábula. Se han contentado con hacer una truculenta enésima versión sobre el licantro, ajustada a nuestros tiempos, que demandan ¡sangre!, esperando distinguirla de previas propuestas merced al complot que sufre el “débil” hijo, el actor que encarna Benicio del Toro, por parte del sádico patriarca, interpretado por Anthony Hopkins.

Bajo esta máscara de excentricidad británica,
se oculta un monstruo satisfecho con sus
notables carnicerías
El resto es caro set victoriano donde Francis Aberline (Hugo Weavings) espera capturar a otro monstruo desorbitado. Fracasó con Jack el Destripador (no podía). Espera granjearse remarcable éxito atrapando al “desollador de Blackmoor”.

Lo fuerte, empero, se centra en qué masacre el licantro puede realizar cuando le alcanza la maldición del plenilunio. Ese intento por mostrarnos que hay un confuso don en ella, en la maldición, adolece de esmero.

Pretende instruirnos con que la capa de Civilización que nos cubre apenas es un ardid lastimoso de convencionalismos morales impuestos a la fuerza por la presión de los timoratos (mayoría asustada de su propia grandeza, al decir de Wells. —O, más acertadamente, del bestialismo primigenio íntimo, sus consecuencias—), y que la bestia sólo precisa leve rascada del barniz para desgarrar un patético mundo de represiones.

Y la próxima víctima será su propio hijo, este
ofuscado y atormentado forastero
Constantemente crean parábolas similares, como respuesta tanto a esas elaboradas hipocresías sociales criticadas como al alienante maquinismo rampante, caracterizado por las computadoras de hoy día. Internet. Las redes sociales, se supone, nos comunican con semejantes habitantes del otro lado del globo, conformando una suerte de solidaridad, o empatía, basada en el conocimiento más profundo del otro.

Mas el tiempo invertido ante la pantalla (exacto: este que empleas en leerme) te “roba” el que deberías estar compartiendo con familiares y amigos, personas físicas. Pero este “contacto” virtual nos gusta demasiado, y no pensamos perderlo. ¿Por qué? Porque también nos proporciona poder. Control. Edificamos un miniverso territorial en que una molestia puede ser bloqueada, creando suerte de fusilamiento, o exilio, imposible de aplicar en el mundo real.

En elemento femenino para hacer doméstica la cinta.
El vago interés sexual por ella por parte de ambos
machos bestiales es una simple añagaza sin médula
Así que… la réplica a una meticulosa construcción de lo virtual es lanzarse a aceptar la bárbara animalidad. Estar listos a desgarrar, destripar. Que un contacto tan directo con la Naturaleza, retornar a un prístino estado de nuestra materia, ¡es la salvación! Verdad liberadora total.

De continuo Hopkins así lo afirma a su hijo de la ficción, esperando que la ‘donación’ de un legado bestial lo arranque de la molicie de su impostura social y acepte lo que todo Hombre es: bestia territorial que anhela anteponer sus deseos, o vicios, o pasiones, a la efímera gloria que puedan reportar los aplausos en el escenario, o celebradas críticas que abran puertas a selectos salones de la más refinada, pero fatua, Sociedad.

El contacto con la tierra es lo auténtico, seduce, como verifica destripar pueblerinos por los sombríos bosques de una apartada y mal reputada región inglesa.

Y este desconcertado policía empieza a preguntarse
si no estará especializándose en monstruos totales
Su punto de vista no es el bueno, claro está. Lo gobierna el parásito que lo muta cada luna llena, trastocando sus criterios. Pensando que libera a su ‘endeble’ hijo, con inclinaciones artísticas, sometiéndole al flagelo de un manicomio durante la infancia, y luego legándole su mal, lo que efectivamente hace es someter a una buena persona a tortura; lo que obtiene, luego, no es una “bestia liberada” que come, bebe, mata o copula a su antojo porque es la real definición del auténtico Hombre.

Interesante contraste entre el refinamiento cultural del
Hombre y lo más ancestral y animal que abriga dentro
Crea un monstruo de dolor innecesario para la Sociedad. Ya le sobran, y de bella efigie. El hombre lobo que encarna del Toro es una impostura del auténtico licantro. Porque ha sufrido tormento y vejación y, cuando consigue un arma de venganza, quien la blande es un bruto hirsuto de largos colmillos. No el licantro. El patriarca ha fallado en su experimento. Y lo paga debidamente.

Es por esa “falsía” que la benevolente mano del guionista ejecuta al pobre atormentado. Y nosotros agradecemos el ligero esparcimiento ofrecido para dedicarnos a quehaceres más provechosos a continuación.

miércoles, 17 de junio de 2015

EL ALIMENTO DE LOS DIOSES — H.G. WELLS

Más que a lo físico, H.G. Wells,
creo, aludía al alma, lo personal
El inglés escribe admirable epopeya sobre la grandiosidad (más anímica que corporal) y la pequeñez, la generosidad y la mezquindad, la lucha de clases ya esbozada en La guerra de los mundos, esperando que su voz se oyera, más que en sus tiempos, en la nuestra. H.G. Wells, humanista convencido, hombre que creía que la educación, más que el trabajo, o la verdad, nos haría libres, fijaba sus miras en ahora, más fecunda época en medios de divulgación y conocimiento general y en general, donde su parábola tuviese un efecto inmediato, y duradero, acumulativo, perfeccionándose su mensaje de cara a las generaciones futuras.

Wells, mucho más que Jules Verne, el claro inventor, más que de la fecunda e imaginativa corriente steampunk actual, el hombre de ciencia-acción cuya cúspide situamos en Doc Savage (y elementos que imitaron después el modelo hombre de bronce), comprendió que la ciencia ficción poseía una capacidad versátil de narrativa así como podía ser arma de largo-largo alcance, permitiéndole razonar cómo un elemento X (los marcianos de La guerra de los mundos, la Titanoforbia de esta novela…) podía desbrozar la Sociedad conocida.

Sus metáforas reflejan qué resistencia encontraba dichos Cambios y qué pujantes variaciones estaba sufriendo su época post-victoriana, agitada por el comunismo y una anarquía asesina que perseguía crear un caos insensato, prometiendo construir algo luego (¿qué, sobre qué cimientos, siguiendo qué planos, o criterios, si su mismo credo era ni Dios, ni patria, ni patrón?) que “mejorase” la Humanidad.

El autor, muy joven, antes de que
la enfermedad y las guerras mundiales
terminasen de socavar su fe en la
Humanidad
Wells, como periodista (El Alimento de los Dioses tiene sesgo de serial publicado en un prestigioso dominical), ocupaba su butaca para caderas cómodas y advertía cómo la Historia mutaba ante su ventana, como el narrador de La guerra de los mundos veía desmoronarse su cómodo mundo victoriano de inmovilismos caducos bajo el ariete alienígena. Hoy día, ocurre igual. Pero creo que no somos tantos quienes lo apreciamos.

Así, Wells nos anotó cómo su tradicionalista Sociedad contemplaba, con creciente alarma, la Innovación aportada por los inventos físicos (a vapor, electricidad, el telégrafo, fonógrafo…), influyendo, además, en la mente del Colectivo, aturdido por recetas continuistas donde Dios aún tenía la Última Palabra de Todo, así fuese la desgracia general o la riqueza personal, haciendo, por tanto, intocable a la nobleza.

Veía también llegar, merced al Progreso que Verne ceñía a los blindados mamparos del Nautilus, personas que lamentaban, como los gigantescos Hermanos Cossar de la novela, su Sociedad hundida en miseria y antros desaseados, lugares que perpetuaban estirpes de analfabetos y/o maleantes, y comprendían que eso debía desaparecer, por cuestión de decencia y ética elemental.

Quizás sea en esta obra donde Wells mejor expone sus inquietudes morales, sociales y políticas. Su fabianismo bienintencionado. En La guerra de los mundos sentó los principios de esta narración. Lo torturaba el Cambio, cómo podía ser una mutación desamable. Como biólogo, sabía que podía ocurrir. En este relato, describió la profunda erradicación de hábitos acendrados, aunque malsanos (consignados en el maltrato que sufre el joven gigante Caddles a manos del minúsculo Vicario de Cheasing Eyebright y Lady Wondershoot, a la que describe como “la tirana del pueblo”), de su Sociedad, y la reacción virulenta, pese a sus buenas intenciones, hacia la Innovación. De nuevo, Wells quería cambiar el mundo mediante la educación… fracasando otra vez.

Pienso que un antecedente del
mensaje sociomoral de esta novela
También desarrolla, más que en La guerra de los mundos, cómo la introducción de un potente modificador externo desfigura la Sociedad. Allí, el autor habla, apenas, de un planeta espartano que mira receloso al Cosmos, cuyas estrellas dejaron de ser románticas candelas, para transformarse en focos de hostiles razas inhumanas. En El Alimento de los Dioses, Wells describe con detalle las fatales secuelas generales de la Titanoforbia, sus cuantiosos estragos; situó cañones antiaéreos en emblemáticos lugares londinenses, o cómo las periódicas plagas de insectos, o ratas gigantes, causaban tanta mortandad.

Wells, así, ahondaba en el Daño que podía causar la Máquina; Verne, Maquinista Supremo, ni lo intuía.

Y el Cambio operado en la campiña inglesa abrazaba a todo el globo, intimidando a una población hostil que admiraba, con fosco pasmo, cómo los Cossar, y gigantes dotados de un intelecto también superior gracias a la Titanoforbia, construían artefactos increíbles capaces de mejorar el mundo… si lo Habitual lo permitiese.

Mediocre filme que se limitó a
ver los monstruos, no lo que la
parábola desarrollaba
Negado, los Gigantes deciden, pues, como único recurso frente al exterminio dictado por Caterham, político con señas idénticas a la de tantos ‘líderes’ actuales, escapar de la Tierra para desarrollar su civilización en otro mundo, libres de la mezquina opresión mediocre de los Pequeños. ¡Qué grandiosa idea para 1904! 

Así concluye la novela, cuya moraleja pudiera ser que todos poseemos nuestra dosis de Titanoforbia.

Y que podemos/debemos emplearla para crecer, progresar, mejorar. Es obligado. Pero este mundo, regentado por anquilosados pigmeos tradicionalistas, lo impide. Hacerlo supone exponerse a la envidia, el ostracismo, la marginación. Y ¿quién acepta este destino, voluntariamente…?

sábado, 13 de junio de 2015

JOHN CARTER DE MARTE — ANDREW STANTON

Afiche pecholobo de la película
Amena película de aventuras ocurridas en otro planeta, sembrado de asombrosos y diferentes parroquianos sometidos a sus particulares reglas y leyes, con ciertos sesgos con las nuestras. Pero no es una cinta que concuerde, demasiado, con los relatos de Edgar Rice Burroughs, pues se adaptan varios, no sólo Una princesa de Marte.

Y esa sensación, de forma subconsciente, aun para los no ‘iniciados’ en las fantasías barrocas de Burroughs sobre el decadente Barsoom, al filo del fin que prolongan sin proponérselo, ha sido la que ha noqueado en taquilla una costosa inversión basada, esencialmente, en una fastuosa CGI.

Los “entendidos” en Barsoom encontramos, para empezar, deficiente a este John Carter (Taylor Kitsch). Andrew Stanton ha filmado la vida de un hombre quemado y sin ilusiones víctima de flagelo similar al del Josie Wales de El fuera de la ley de Clint Eastwood (¿suerte de desacertado guiño?), sentimentaloide añagaza que, en esta costosa producción, ha resultado del todo/completamente perniciosa.

John Carter, dixit Burroughs, era un activo aventurero de pasiones volcánicas siempre listo a lidiar con lo imposible movido por un insensato “a ver qué pasa”. El de Stanton va a tumbos. Timorato, carece de la energía audaz, temeraria, del Carter/Burroughs.

Forastero en tierra extraña... ¡y qué extraños!
En verdad: no es Kansas, Dorothy. ¿Entonces...?
Es su dramón, y la falta de talla física notable, según retrata Burroughs a John Carter, lo que desaliña el resultado ofrecido por Stanton. Estoy convencido de que, de no tener un antecedente previo, John Carter de Marte habría sido una singular space-opera/western capaz de concitar interés. Pero tiene raíces, que a todas ha defraudado.

La película entrelaza, principalmente, y ‘de aquella manera’, las dos primeras narraciones. Aquí, como si de por sí Una princesa de marte no tuviese tralla bastante, buscan aumentarla con esa enigmática fuerza “regente” marciana, moviéndose insidiosa en la sombra, que por un motivo no bien explicado está agostando Barsoom, para luego lanzarse a expoliar la Tierra.

No sé si es una ocurrencia para darle carácter de apoqueclipse al guión y volverlo más trepidante, pretexto para explicar por qué Barsoom muere (lo de una gigantesca ciudad ambulante me parece desatino; y más, en un planeta tan belicosamente habitado), o especie de analogía de la crisis ecológica que esboza nuestro mundo. Con la salvedad de que los magnates que derrochan y malversan nuestros recursos son títeres de extraterrestres entes calvos que persiguen la entropía cósmica total, no amasar riqueza. ¿Buscan exculparlos, o qué?

Dejah Thoris lista a efectuar una heroica castración
La cinta está manifiestamente coja. El espectáculo está llevado con temple e instinto, mas sin energía, menos emoción. ¡Qué decir de su ausencia de épica! Este John Carter tiene un bajísimo perfil épico. El heroísmo, inherente al icono literario, afán que lo espolea implacable, es roña que el protagonista elude cuanto puede, víctima de esos miedos dramáticos que abruman su existencia.

Tampoco el plantel marciano (exceptuando las criaturas generadas por computadora) motoriza la imaginación. La Dejah Thoris (Lynn Collins) descrita en los textos como una resplandeciente e incomparable belleza por la cual los hombres (rojos) matan y mueren sin vacilar, no luce ese atractivo embrujador. Es suerte de Xena, Princesa Guerrera, con vestuario costoso debido a la magnitud de la producción.

Otra imagen desafortunada: "Sigues estreñido,
¿no, socio?
" "¡Ya te digo!"
Toda ella circulando por rieles marca Disney que evitan el exceso (en todo sentido) para procurar agradar, sino a todos, sí a los señores de las etiquetas censoras que, adjudicándole una elevada calificación “moral”, limitasen la audiencia. Mermasen, pues, la recaudación.

John Carter merecía un director más cafre y una productora con ánimo de riesgo. Disney ha laminado todos los elementos eróticos (que no significa pornográficos por fuerza) presentes en la saga y que la dan sal, y especialmente notorios al considerar cuándo se escribió y a qué presunto público, en principio, se destinaba.

Confiando prender el deseo de secuela, ha financiado un péplum marciano con trazas steampunk para gratificar la vista, y respetando la censura. El vestuario lo delata. Pero hasta el admirado Ben-Hur de William Wyler tiene más energía y carácter que este relato visual de Stanton. De nuevo, lo planteo: un regidor distinto, más versado en relatos de “superación y supervivencia”, o inspirado a lo bestia, y una productora sin miedo a la polémica, formando alianza “desesperada” por hacer la película que les inmortalizara, creo que habría dado un resultado más apreciable que éste.

La poderosa tecnología de los (desteñidos) Hombres Rojos 
bate las llanuras de Barsoom, imperio de los belicosos
Hombres Verdes
Algunos filmes, sin llegar a “dar la talla”, son sin embargo agradable alternativa a una tediosa sobremesa. John Carter de Marte difícilmente lo logra. Desinteresa el drama de Carter. ¿Qué sucedió? ¿Per se un hombre no puede lanzarse a la Gran Aventura de las Tres Mil Millas (aun marcianas) para ganar un reino y a su princesa?

¿Dónde quedó la audacia pionera norteamericana? ¿El héroe debe estar marcado por la tragedia mayúscula para empezar de nuevo? Tan poco convincente es este John Carter que hasta su “pasión” por Xena, digo, Dejah Thoris, aparece hueca, falsa, insincera. Lástima. Tanto buen material, así derrochado.

martes, 9 de junio de 2015

UNA PRINCESA DE MARTE — EDGAR RICE BURROUGHS

Arte: Michael Whelan
Entre las virtudes de la Revolución Industrial cuentan la explosión demográfica y la extensión de la educación a las masas obreras. Un número creciente y potencial de lectores (saber leer no significa querer hacerlo) empezaba a exigir variedad de títulos, multiplicando las oportunidades para los escritores, merced a avispados editores.

El gusto comenzaba a variar. La Cultura dejaba de ser un intocable privilegio preferente de unos pocos. El populux que sabía leer comenzaba a acceder a esos ilustres salones pseudofeudales reservados, y la evasión de masas empezó a adquirir cierta conciencia de sí misma, que la urgió la necesidad tanto de evolucionar como de dignificarse.

La plebe, sin embargo, continúa pretiriendo sexo, casquería y comadreo, mientras las elites se han atrincherado aún más en la numantina defensa de la Cultura, transformándola en un sibaritismo exclusivo/excluyente que aúpa hacia lo inmarcesible según qué arte u obra (ópera, ballet, poesía…), en tanto abomina del resto, fabricando etiquetas despectivas en el intento de destruirlo tras previo desprestigio.

Edgar Rice Burroughs hace una
confesión: "Escribo lo que me
dicta el loro. Es el genio
."
Aprovechando, empero, esa eclosión de la lectura entre las clases humildes, nacen las revistas pulp, que adquirirán su prestigio y madurez durante Década 30. Edgar Rice Burroughs, un fecundo e imaginativo personaje que practicara infinidad de oficios dispares, sabrá barrenar este filón, como H.G. Wells, o Sir Arthur Conan Doyle, lo harían en Gran Bretaña.

Burroughs se da a conocer mediante las entregas de lo que podemos definir el primer space-opera maduro. A voleo, se citaría que Johannes Kepler o Von Müchhausen ya “volaron” a la Luna, sosteniendo algún tipo de andanza allá con sus exóticos nativos.

Burroughs, empero, ensancha la grieta. Traslada a un bravío, pero misterioso, oficial confederado, John Carter de Virginia, a las graves planicies de Barsoom, un fantabuloso planeta Marte que, con rigor actual, puede definirse como un Camelot fetish. (Esto habla mucho —o nada; pudo ser mera ocurrencia— sobre las fijaciones sexuales del autor.)

Burroughs, uno de los activos padres de la ciencia ficción y pilar de la literatura pulp, sin embargo no creía en absoluto en el género. Escribir “disparates” sobre marcianos en cueros, pero embridados por correajes estratégicamente ubicados, combatiendo ancestrales enemigos, o alimañas nativas de aspecto peculiar, era forma cómoda de ganar dinero.

Portada primera edición. Muy
distante del vigor y sensualidad
que a las figuras daría el gran
Frank Frazetta
Mucho mejor que buscar azarosamente oro en California, o Canadá, o guiar reatas de mulas cargadas de pertrechos por Arizona, expuesto a tiroteos o robos en esos desolados pagos.

Burroughs tenía, puede intuirse, ambiciones burguesas, y se entregó a satisfacerlas apasionadamente. Obtener cierto crédito escribiendo aquellas tonterías que habían cautivado a un llamativo delta de lectores, lo alejaba de la intemperie o los saqueos. Como Stephen King afirma, la mejor literatura sale del estómago (de tener que llenarlo). Esta lucha por no perder sus comodidades hace al “ambicioso” Burroughs escribir sin parar duelos de capa y espada y romances interplanetarios en un marco característico de novelas de caballería. (Así debe describirse su epopeya marciana, de moderna novela artúrica.)

Personas acomodadas han producido clásicos y obras maestras, sin duda. El talento, como la Muerte, no efectúa discriminaciones. Pero el factor ‘necesidad’ prima considerablemente en la producción. La ‘ambición’ de Lester Dent, que ve en Doc Savage manera de ganarse bien la vida, no es la de algún autor respaldado por una opulenta fortuna.

Este material es fecundo para
dibujantes; versión de los protas
de Alex Niño
El primero escribe porque es su trabajo y medio de sustento; el segundo lo haría como por capricho.

Esto describe la trayectoria de Burroughs. A golpes de fértil (aunque, con frecuencia, disparatada) improvisación, encajados con cierto esfuerzo en el continuo de la saga, Burroughs obliga a su galante caballero virginiano a superar las penalidades de un hedonista mundo nudista moribundo a punta de sable. Gorilas blancos gigantes, Hombres Verdes, vagabundos de los secos fondos oceánicos marcianos (y trasunto de los pieles rojas norteamericanos), Hombres Rojos que mantienen fresca la flor de la caballería y la bellaquería más folletinesca, amores límite… Da igual. ¡Lo que sea!

Es la guerra contra la miseria, no dormir entre lobos, sino en cómoda cama. La fiebre creativa de Burroughs se dispara, componiendo una colorida oda a la aventura, la camaradería y lo que Dent luego perfeccionaría: el viaje de las tres mil millas. El problema empezaba aquí, y terminaba en la otra cara de Barsoom. Entre medio, ¡chico! Qué viaje.

La supersexy Dejah Thoris de Adam Hugues
Una princesa de Marte acusa la impericia de Burroughs. Parte del comienzo aburre y atenta el deseo de querer proseguir leyéndola. Pero cuando sumerge a John Carter en el Camelot marciano, las cosas ganan color y empiezan a mirarse, con más tolerancia, los distintos e inventivos disparates y ocurrencias que el escritor acuña.

La indecisa suerte sobre la continuidad de John Carter y su saga interplanetaria fuerza al autor a darle un final dramático y quasiautoconclusivo. A su favor tuvo que la masa lectora popular de la Revolución Industrial expresara hambre de fantasía. Y allí estaba Burroughs para saciarla.

viernes, 5 de junio de 2015

CAMPO DE BATALLA, LA TIERRA — ROGER CHRISTIAN

Afiche. Muchas naves clonadas
por computadora; y ya está
Fotogramas para la densa saga “interestelar” de L. Ronald Hubbard. Roger Christian (y guionistas implicados) suprime bastante carga de secundarios que abultan la novela, persiguiendo una dinamización general de la cinta, engolfándose en algunos clichés del apoqueclipse cinematográfico y literario, como el retroceso cultural de la Humanidad a las cavernas, abrazando el supersticioso politeísmo fetichista para explicar los misterios de la Naturaleza.

Interesante detalle, pues demuestra que esta Civilización que tan meticulosamente hemos labrado es, en realidad, una lámina de mugre que un remojón de Catástrofes y Carencias, S.A., lava enseguida.

Resurge la bestialidad primigenia egoísta, sectaria y tribal, por tenerlo arraigado en el ADN profundamente, pese a todo el Mozart y el ballet habido antes. Esa agresividad es espada de doble filo, especie de don-maldición, pues nos proporciona empeño y energía para continuar y culminar nuestros proyectos (ajá, sí), pero saca al asesino de nuestro interior.

Christian tampoco reconstruye la saga de Hubbard fielmente, y no tanto por economía del metraje como por “querer anticiparse” a Tim Burton en su nueva visita al Planeta de los Simios; Christian traduce mucho de lo que Franklin Schaffner mostró en su inquietante película (que agrandaba la novela de Pierre Boullé).

El auténtico protagonista es Terl (John Travolta).
Por eso, todas las imágenes versan sobre él.
El humano, está de sobra
Como el de la novela, el Jonnie Goodboy Tyler encarnado por Barry Pepper igual esboza inquietudes, de todo tipo-y-tamaño, que lo empujan a traspasar su non plus ultra cultural, buscando más allá remedio, respuestas, regeneración para la situación creada por el agresivo invasor alienígena, que ha puesto a la Humanidad al filo de la extinción.

El invasor, los racistas y genocidas hirsutos psyclos, llevan mil años esquilmando la Tierra, trabajo que, al parecer, desempeñan sus más ineptos miembros. Pues ¿cómo no dieron, durante ese milenio, con Fort Knox, dada su avidez de oro? ¿Tanto nos despreciaban que no les dio por investigar qué eran los bancos? Otro: ¿no quieren experimentar, más allá de la explotación esclava, con el Hombre?

Destaca Terl (John Travolta, muy empeñado en que filmasen la novela, que esperaba eclipsase —¡ahí nada!— a Star Wars), quien está en constante competición tanto con sus subordinados como superiores, todos deseosos de defenestrarle. Roba bastante cuota de pantalla a Jonnie, con quien, el oprimido prota, deberíamos empatizar, y por norma muy establecida. Pero…

Jonnie Goodboy sólo cuenta para recibir
las brutales palizas de los aliens conquistadores
Más aún que en la novela (cuyo volumen diluye suficiente su vehemente codicia), Terl es un Ejecutivo ávido de riquezas y posición en su brumoso planeta natal, que sugiere ser émulo del Giedy Prime del Dune de David Lynch.

Terl trabaja para una Corporación galáctica que gasea mundos habitados para luego, librados de casi toda oposición nativa, saquearlos hasta la médula y trasladarse a otro objetivo, repitiendo la operación.

[Y pregunto: esta táctica comercial, humana, ¿la aplicaría una Corporación extraterrestre? La ambición de Terl, ¿dominaría a esos empleados? ¿O los motivaría otra cosa, intereses y pasiones inimaginables? ¿Serían tan codiciosos? ¿…peor, aún? ¿Cuánto de humano otorgamos a los aliens, para así hacerlos más “manejables”?]

Aunque, entre sí, tampoco se tratan mejor. Y este
fulano viene a cortarle las alas a Terl
Campo de batalla, la Tierra queda en la franja de ser una poco luminosa evasión de serie B (esto, piedad por respeto al trabajo efectuado) cuyos malos resultados abortaron su secuela. Carece “de momentos”. No logra épica alguna, pues domina la tarima el malo, y sus sucias maquinaciones son las que, casi a diario, soportamos. Produce rechazo. ¿También deben emporcar nuestro ocio, uno que, encima, no brinda catarsis?

Jonnie no es John Connor, aunque Pepper se esmere en su convincente interpretación de un honesto libertador. (Y ¿por qué debe ser norteamericano?) Creo que el fallo radica en sus manías de mono, imitadas por otros integrantes del reparto. En la novela, no sucede así. Los supervivientes, aunque residan en cavernas, mantienen un digno sentido de su evolución…, plagado de envidias y conspiraciones.

El desprecio de Terl por Jonnie va a producirle un
dolor de cabeza. El humano, aprende a vengarse
El romance entre Jonnie y Chrissy (Sabine Karsenti) es un apéndice artificial. Aun permite intuir que sólo sale para que Terl pueda usarla de chica-rehén y coaccionar a Jonnie. Que después adquiera una vaga relevancia bélica es debido a que, como novia del prota, debe estar a la altura.

El fracaso comercial de Campo de batalla, la Tierra abortó la realización de su secuela. Visto el filme, estaba cantado: el malo gobierna el proscenio; el bueno es un gualdrapas; su novia es una amazona lacia, los demás elementos, un bulto… y el lindo detalle del uranio remata la cinta.

Sugerente imagen; el director "coaccionado" por
un Travolta cienciólogo obstinado en que
esta novela tuviese película
Todos los planetas del Universo contienen los mismos elementos de la Tierra. Varía su cantidad (obviamente, excluyo los mundos gaseosos.) Por tanto, Psyclo debía contener también uranio, que reaccionaría explosivamente con su atmósfera. Es de suponer que, cuando sus primitivos habitantes lo extrajeran al aire, causaran la vehemente reacción en cadena descrita en el filme.

Pero esta cinta necesitaba tener su émulo de la Estrella de la Muerte, y se logró así (con un detalle que Hubbar también desdeñó). Otra cosa, no explica el garrafal fallo.