miércoles, 17 de junio de 2015

EL ALIMENTO DE LOS DIOSES — H.G. WELLS

Más que a lo físico, H.G. Wells,
creo, aludía al alma, lo personal
El inglés escribe admirable epopeya sobre la grandiosidad (más anímica que corporal) y la pequeñez, la generosidad y la mezquindad, la lucha de clases ya esbozada en La guerra de los mundos, esperando que su voz se oyera, más que en sus tiempos, en la nuestra. H.G. Wells, humanista convencido, hombre que creía que la educación, más que el trabajo, o la verdad, nos haría libres, fijaba sus miras en ahora, más fecunda época en medios de divulgación y conocimiento general y en general, donde su parábola tuviese un efecto inmediato, y duradero, acumulativo, perfeccionándose su mensaje de cara a las generaciones futuras.

Wells, mucho más que Jules Verne, el claro inventor, más que de la fecunda e imaginativa corriente steampunk actual, el hombre de ciencia-acción cuya cúspide situamos en Doc Savage (y elementos que imitaron después el modelo hombre de bronce), comprendió que la ciencia ficción poseía una capacidad versátil de narrativa así como podía ser arma de largo-largo alcance, permitiéndole razonar cómo un elemento X (los marcianos de La guerra de los mundos, la Titanoforbia de esta novela…) podía desbrozar la Sociedad conocida.

Sus metáforas reflejan qué resistencia encontraba dichos Cambios y qué pujantes variaciones estaba sufriendo su época post-victoriana, agitada por el comunismo y una anarquía asesina que perseguía crear un caos insensato, prometiendo construir algo luego (¿qué, sobre qué cimientos, siguiendo qué planos, o criterios, si su mismo credo era ni Dios, ni patria, ni patrón?) que “mejorase” la Humanidad.

El autor, muy joven, antes de que
la enfermedad y las guerras mundiales
terminasen de socavar su fe en la
Humanidad
Wells, como periodista (El Alimento de los Dioses tiene sesgo de serial publicado en un prestigioso dominical), ocupaba su butaca para caderas cómodas y advertía cómo la Historia mutaba ante su ventana, como el narrador de La guerra de los mundos veía desmoronarse su cómodo mundo victoriano de inmovilismos caducos bajo el ariete alienígena. Hoy día, ocurre igual. Pero creo que no somos tantos quienes lo apreciamos.

Así, Wells nos anotó cómo su tradicionalista Sociedad contemplaba, con creciente alarma, la Innovación aportada por los inventos físicos (a vapor, electricidad, el telégrafo, fonógrafo…), influyendo, además, en la mente del Colectivo, aturdido por recetas continuistas donde Dios aún tenía la Última Palabra de Todo, así fuese la desgracia general o la riqueza personal, haciendo, por tanto, intocable a la nobleza.

Veía también llegar, merced al Progreso que Verne ceñía a los blindados mamparos del Nautilus, personas que lamentaban, como los gigantescos Hermanos Cossar de la novela, su Sociedad hundida en miseria y antros desaseados, lugares que perpetuaban estirpes de analfabetos y/o maleantes, y comprendían que eso debía desaparecer, por cuestión de decencia y ética elemental.

Quizás sea en esta obra donde Wells mejor expone sus inquietudes morales, sociales y políticas. Su fabianismo bienintencionado. En La guerra de los mundos sentó los principios de esta narración. Lo torturaba el Cambio, cómo podía ser una mutación desamable. Como biólogo, sabía que podía ocurrir. En este relato, describió la profunda erradicación de hábitos acendrados, aunque malsanos (consignados en el maltrato que sufre el joven gigante Caddles a manos del minúsculo Vicario de Cheasing Eyebright y Lady Wondershoot, a la que describe como “la tirana del pueblo”), de su Sociedad, y la reacción virulenta, pese a sus buenas intenciones, hacia la Innovación. De nuevo, Wells quería cambiar el mundo mediante la educación… fracasando otra vez.

Pienso que un antecedente del
mensaje sociomoral de esta novela
También desarrolla, más que en La guerra de los mundos, cómo la introducción de un potente modificador externo desfigura la Sociedad. Allí, el autor habla, apenas, de un planeta espartano que mira receloso al Cosmos, cuyas estrellas dejaron de ser románticas candelas, para transformarse en focos de hostiles razas inhumanas. En El Alimento de los Dioses, Wells describe con detalle las fatales secuelas generales de la Titanoforbia, sus cuantiosos estragos; situó cañones antiaéreos en emblemáticos lugares londinenses, o cómo las periódicas plagas de insectos, o ratas gigantes, causaban tanta mortandad.

Wells, así, ahondaba en el Daño que podía causar la Máquina; Verne, Maquinista Supremo, ni lo intuía.

Y el Cambio operado en la campiña inglesa abrazaba a todo el globo, intimidando a una población hostil que admiraba, con fosco pasmo, cómo los Cossar, y gigantes dotados de un intelecto también superior gracias a la Titanoforbia, construían artefactos increíbles capaces de mejorar el mundo… si lo Habitual lo permitiese.

Mediocre filme que se limitó a
ver los monstruos, no lo que la
parábola desarrollaba
Negado, los Gigantes deciden, pues, como único recurso frente al exterminio dictado por Caterham, político con señas idénticas a la de tantos ‘líderes’ actuales, escapar de la Tierra para desarrollar su civilización en otro mundo, libres de la mezquina opresión mediocre de los Pequeños. ¡Qué grandiosa idea para 1904! 

Así concluye la novela, cuya moraleja pudiera ser que todos poseemos nuestra dosis de Titanoforbia.

Y que podemos/debemos emplearla para crecer, progresar, mejorar. Es obligado. Pero este mundo, regentado por anquilosados pigmeos tradicionalistas, lo impide. Hacerlo supone exponerse a la envidia, el ostracismo, la marginación. Y ¿quién acepta este destino, voluntariamente…?