Más que a lo físico, H.G. Wells, creo, aludía al alma, lo personal |
El inglés escribe admirable epopeya sobre
la grandiosidad (más anímica que corporal) y la pequeñez, la generosidad y la
mezquindad, la lucha de clases ya esbozada en La guerra de los mundos,
esperando que su voz se oyera, más que en sus tiempos, en la nuestra. H.G. Wells, humanista convencido,
hombre que creía que la educación, más que el trabajo, o la verdad, nos haría libres, fijaba sus
miras en ahora, más fecunda época en
medios de divulgación y conocimiento general y en general, donde su parábola
tuviese un efecto inmediato, y duradero, acumulativo, perfeccionándose su
mensaje de cara a las generaciones futuras.
Wells, mucho más que Jules Verne, el claro inventor, más que de la fecunda e imaginativa
corriente steampunk actual, el hombre
de ciencia-acción cuya cúspide situamos en Doc Savage (y elementos que imitaron
después el modelo hombre de bronce),
comprendió que la ciencia ficción poseía una capacidad versátil de narrativa
así como podía ser arma de largo-largo alcance, permitiéndole razonar cómo un
elemento X (los marcianos de La guerra de
los mundos, la Titanoforbia de esta novela…) podía desbrozar la Sociedad
conocida.
Sus metáforas reflejan qué resistencia encontraba
dichos Cambios y qué pujantes variaciones estaba sufriendo su época
post-victoriana, agitada por el comunismo y una anarquía asesina que perseguía
crear un caos insensato, prometiendo construir algo luego (¿qué, sobre qué cimientos, siguiendo qué planos, o
criterios, si su mismo credo era ni Dios,
ni patria, ni patrón?) que “mejorase” la Humanidad.
El autor, muy joven, antes de que la enfermedad y las guerras mundiales terminasen de socavar su fe en la Humanidad |
Wells, como periodista (El
Alimento de los Dioses tiene sesgo de serial publicado en un
prestigioso dominical), ocupaba su butaca para caderas cómodas y advertía cómo la
Historia mutaba ante su ventana, como el narrador de La guerra de los mundos veía desmoronarse su cómodo mundo
victoriano de inmovilismos caducos bajo el ariete alienígena. Hoy día, ocurre
igual. Pero creo que no somos tantos quienes lo apreciamos.
Así, Wells nos anotó cómo su tradicionalista Sociedad contemplaba, con
creciente alarma, la Innovación aportada por los inventos físicos (a vapor, electricidad,
el telégrafo, fonógrafo…), influyendo, además, en la mente del Colectivo,
aturdido por recetas continuistas donde Dios aún tenía la Última Palabra de
Todo, así fuese la desgracia general o la riqueza personal, haciendo, por tanto,
intocable a la nobleza.
Veía también llegar, merced al Progreso
que Verne ceñía a los blindados mamparos del Nautilus, personas que
lamentaban, como los gigantescos Hermanos
Cossar de la novela, su Sociedad hundida en miseria y antros desaseados,
lugares que perpetuaban estirpes de analfabetos y/o maleantes, y comprendían
que eso debía desaparecer, por cuestión de decencia y ética elemental.
Quizás sea en esta obra donde Wells mejor expone sus inquietudes morales,
sociales y políticas. Su fabianismo
bienintencionado. En La guerra de los
mundos sentó los principios de esta narración. Lo torturaba el Cambio, cómo
podía ser una mutación desamable. Como biólogo, sabía que podía ocurrir. En este
relato, describió la profunda erradicación de hábitos acendrados, aunque malsanos
(consignados en el maltrato que sufre el joven gigante Caddles a manos del minúsculo Vicario
de Cheasing Eyebright y Lady Wondershoot,
a la que describe como “la tirana del
pueblo”), de su Sociedad, y la reacción virulenta, pese a sus buenas
intenciones, hacia la Innovación. De nuevo, Wells quería cambiar el mundo mediante
la educación… fracasando otra vez.
Pienso que un antecedente del mensaje sociomoral de esta novela |
También desarrolla, más que en La guerra de los mundos, cómo la
introducción de un potente modificador externo desfigura la Sociedad. Allí, el
autor habla, apenas, de un planeta espartano que mira receloso al Cosmos, cuyas
estrellas dejaron de ser románticas candelas, para transformarse en focos de
hostiles razas inhumanas. En El Alimento
de los Dioses, Wells describe con detalle las fatales secuelas generales de
la Titanoforbia, sus cuantiosos
estragos; situó cañones antiaéreos en emblemáticos lugares londinenses, o cómo
las periódicas plagas de insectos, o ratas gigantes, causaban tanta mortandad.
Wells, así, ahondaba en el Daño que podía
causar la Máquina; Verne, Maquinista Supremo, ni lo intuía.
Y el Cambio operado en la campiña inglesa
abrazaba a todo el globo, intimidando a una población hostil que admiraba, con
fosco pasmo, cómo los Cossar, y gigantes dotados de un intelecto también superior
gracias a la Titanoforbia, construían
artefactos increíbles capaces de mejorar el mundo… si lo Habitual lo permitiese.
Mediocre filme que se limitó a ver los monstruos, no lo que la parábola desarrollaba |
Negado, los Gigantes deciden, pues, como
único recurso frente al exterminio dictado por Caterham, político con señas idénticas a la de tantos ‘líderes’
actuales, escapar de la Tierra para desarrollar su civilización en otro mundo,
libres de la mezquina opresión mediocre de los Pequeños. ¡Qué grandiosa idea
para 1904!
Así concluye la novela, cuya moraleja pudiera ser que todos poseemos
nuestra dosis de Titanoforbia.
Y que podemos/debemos emplearla para
crecer, progresar, mejorar. Es obligado.
Pero este mundo, regentado por anquilosados pigmeos tradicionalistas, lo impide. Hacerlo supone exponerse a la
envidia, el ostracismo, la marginación. Y ¿quién acepta este destino,
voluntariamente…?