Afiche. Lo destacado del elenco |
Si H.G.
Wells, en El alimento de los dioses, nos retaba a ser mejores mediante
parábola de ciencia ficción de 1904 (aún alboreaba el género, prácticamente),
desafiándonos a desarrollar la grandiosidad que dentro podemos poseer y
construir un futuro paradisíaco, aun insinuándolo deber moral, Joe Johnston filma una historia que
“ensalza” los valores más salvajes y primitivos del Hombre como un camino, si
no de independencia, sí de aceptación de algo
que produce ritual abominación, armonizándonos con nosotros mismos.
Es el piadoso mensaje que podemos
destacar de una cinta por lo demás vana, casi deleznable, ‘destacada’ por una efusión
libérrima de casquería. Han intentado trabajar cierta atmósfera de grises y
azules oscuros para enmarcar el bestialismo de una víctima a la que un ofuscado
padre intenta “salvar” transmitiéndole una milenaria maldición.
Poco más puede añadirse sobre esta
producción de Universal, la “casa de
los monstruos”. Alcanza el límite del entretenimiento
justo por los pelos, mas jamás ha aspirado a la “enormidad” que Wells nos
imponía en su fábula. Se han contentado con hacer una truculenta enésima
versión sobre el licantro, ajustada a nuestros tiempos, que demandan ¡sangre!,
esperando distinguirla de previas propuestas merced al complot que sufre el “débil”
hijo, el actor que encarna Benicio del
Toro, por parte del sádico patriarca, interpretado por Anthony Hopkins.
Bajo esta máscara de excentricidad británica, se oculta un monstruo satisfecho con sus notables carnicerías |
El resto es caro set victoriano donde Francis
Aberline (Hugo Weavings) espera
capturar a otro monstruo desorbitado. Fracasó con Jack el Destripador (no podía). Espera granjearse remarcable éxito
atrapando al “desollador de Blackmoor”.
Lo fuerte, empero, se centra en qué
masacre el licantro puede realizar cuando le alcanza la maldición del
plenilunio. Ese intento por mostrarnos que hay un confuso don en ella, en la
maldición, adolece de esmero.
Pretende instruirnos con que la capa de
Civilización que nos cubre apenas es un ardid lastimoso de convencionalismos
morales impuestos a la fuerza por la presión de los timoratos (mayoría asustada
de su propia grandeza, al decir de Wells. —O, más acertadamente, del
bestialismo primigenio íntimo, sus consecuencias—), y que la bestia sólo
precisa leve rascada del barniz para desgarrar un patético mundo de
represiones.
Y la próxima víctima será su propio hijo, este ofuscado y atormentado forastero |
Constantemente crean parábolas similares,
como respuesta tanto a esas elaboradas hipocresías sociales criticadas como al alienante
maquinismo rampante, caracterizado por las computadoras de hoy día. Internet.
Las redes sociales, se supone, nos comunican con semejantes habitantes del otro
lado del globo, conformando una suerte de solidaridad, o empatía, basada en el
conocimiento más profundo del otro.
Mas el tiempo invertido ante la pantalla
(exacto: este que empleas en leerme) te “roba” el que deberías estar
compartiendo con familiares y amigos, personas físicas. Pero este “contacto”
virtual nos gusta demasiado, y no pensamos perderlo. ¿Por qué? Porque también
nos proporciona poder. Control. Edificamos un miniverso territorial en que una
molestia puede ser bloqueada, creando suerte de fusilamiento, o exilio,
imposible de aplicar en el mundo real.
En elemento femenino para hacer doméstica la cinta. El vago interés sexual por ella por parte de ambos machos bestiales es una simple añagaza sin médula |
Así que… la réplica a una meticulosa
construcción de lo virtual es lanzarse a aceptar la bárbara animalidad. Estar listos
a desgarrar, destripar. Que un contacto tan directo con la Naturaleza, retornar
a un prístino estado de nuestra materia, ¡es la salvación! Verdad liberadora
total.
De continuo Hopkins así lo afirma a su
hijo de la ficción, esperando que la ‘donación’ de un legado bestial lo
arranque de la molicie de su impostura social y acepte lo que todo Hombre es:
bestia territorial que anhela anteponer sus deseos, o vicios, o pasiones, a la
efímera gloria que puedan reportar los aplausos en el escenario, o celebradas
críticas que abran puertas a selectos salones de la más refinada, pero fatua,
Sociedad.
El
contacto con la tierra es lo auténtico,
seduce, como verifica destripar pueblerinos por los sombríos bosques de una
apartada y mal reputada región inglesa.
Y este desconcertado policía empieza a preguntarse si no estará especializándose en monstruos totales |
Su punto de vista no es el bueno, claro
está. Lo gobierna el parásito que lo muta cada luna llena, trastocando sus
criterios. Pensando que libera a su ‘endeble’ hijo, con inclinaciones
artísticas, sometiéndole al flagelo de un manicomio durante la infancia, y
luego legándole su mal, lo que efectivamente hace es someter a una buena
persona a tortura; lo que obtiene, luego, no es una “bestia liberada” que come,
bebe, mata o copula a su antojo porque es la real definición del auténtico
Hombre.
Interesante contraste entre el refinamiento cultural del Hombre y lo más ancestral y animal que abriga dentro |
Crea un monstruo de dolor innecesario
para la Sociedad. Ya le sobran, y de bella efigie. El hombre lobo que encarna
del Toro es una impostura del auténtico licantro. Porque ha sufrido tormento y
vejación y, cuando consigue un arma de venganza, quien la blande es un bruto
hirsuto de largos colmillos. No el licantro. El patriarca ha fallado en su
experimento. Y lo paga debidamente.
Es por esa “falsía” que la benevolente
mano del guionista ejecuta al pobre atormentado. Y nosotros agradecemos el ligero
esparcimiento ofrecido para dedicarnos a quehaceres más provechosos a
continuación.