lunes, 13 de abril de 2015

CUANDO EL DESTINO NOS ALCANCE — RICHARD FLEISCHER

Impactante afiche original
El guionista Stanley R. Greenberg dramatiza para los fotogramas la novela ¡Hagan Sitio! ¡Hagan Sitio! de  Harry Harrison,  suerte de ‘precoz’ anuncio de terribles carencias al albor de 2000AD. El libro describe una Nueva York (concretamente, la isla de Manhattan) saturada. Rebosa de población desnutrida y sucia que no sabe cómo encarar el día-a-día. Una Sociedad víctima de una autista inercia conservadora.

La distopía de Harrison evidencia ciertas restricciones creativas fruto de un pensamiento “conservador” e ingenuo planteamiento de la “política de las masas”. Ilustra unas apabullantes condiciones de vida tercermundistas que la población estadounidense soporta con un estoicismo que ridiculiza la flema británica ante la adversidad. Harrison no quiso pensar en que una drástica desaparición de las virtudes del Estado del Bienestar provocaría en la gente el querer causar violentas algaradas. ‘Sus americanos’ guardan orden y turno ante la miseria progresiva en que la superpoblación les ha hundido, generando algún conato de disturbios más parecidos a un estéril aspaviento colérico que a una sublevación.

Harrison, so pretexto de una investigación policial, desarrolló más el romance entre las ruinas del viejo mundo agotado y las decadentes estructuras del nuevo famélico futuro de su libro, intercalando “anécdotas” de lo mal MAL que todo está, sin atreverse a más.

Estos dos "no se veían" desde
Los diez mandamientos
Empero, el director Richard Fleischer, con ayuda de Greenberg, vieron carnaza en el texto, estupendas ideas que un “acomodado” Harrison desaprovechó. Descentraron la relación romántica, empleándola mejor como argucia para ablandar a un implacable y expeditivo Charlton Heston, transformándolo así en alguien con conciencia, capaz de ser sensible a los horribles sucesos investigados.

Su encarnación del detective Thorn es mucho mayor y elaborada que la que Harrison hace de su Andrew Rusch, personaje demasiado anodino para soportar el pesado protagonismo. Rusch es pequeño, acomplejado, mínimo-nimio. Intrascendente. El corrupto Thorn toma al mundo por la pechera y lo saquea sin escrúpulos.

Multitudes okupas por doquier. Qué remedio
Trisca por el atestado Manhattan buscando un fin del día algo mejor que el comienzo. Es digno exponente de la dramática rotación que la figura del Héroe estaba ya dando en vísperas de Década 70, impregnada de pesimismo por el futuro. La idea de que el Mañana-Mañana en verdad iba a fracasar estrepitosamente, sin remedio, aferró al colectivo. No eran ya augurios oscuros en libros aislados. Sino certeza. Y la figura del “salvador” empezó a distar apenas de la del villano.

Los estándares morales surgidos tras la Segunda Guerra Mundial estaban deshilvanándose. El titán, Norteamérica, recibía una paliza, mala y de verdad, en Vietnam, ¡impensable acontecimiento!, y más por la entidad del enemigo: en inferioridad de medios ante todo. Resintió su poderío. Para más inri, la crisis del petróleo mostró, al mundo habituado al despilfarro, qué finito es todo. Y un planeta que pensaba que la materia prima era inagotable, y podía derrochar cuanta quisiera, empezó a reconsiderar opciones. Todo esto fecunda la película.

Los aromas del ayer cautivan al duro policía Thorn
Soylent Green, título original del filme, aprovecha (casi) al máximo las propuestas no desarrolladas por un ‘timorato’ Harrison. Podemos imaginar a Greenberg y Fleischer diciéndose: Pero ¿no estaba viéndolo Harrison? Ante la situación límite que describe, ¿no comprende que la gente sucumbiría al canibalismo? Sería de esas leyendas urbanas “infundadas” presentes en las charlas. Cosa que Rusch evitaría indagar por miedo a la verdad. Pero ahí estaría. Y tanta gente apiñada APIÑADA, ¿no extendería velozmente epidemias imposibles de atajar por falta de medicamentos?

Y los de hoy, le sacan el alma
Ellos tampoco barrenaron en esto; supongo que, con “el misterio” de las galletas verdes, el espectador iría ya anublado para casa. No obstante, la desgarradora llamada final de Thorn en la iglesia, su mano ensangrentada extendida como suplicando socorro al Altísimo, pierde fuelle ante la muelle moral de un mundo asediado por la hambruna persistente. De acuerdo: no jalamos Soylent Green; lo cocinan con cadáveres, ¡brrr! ¿Qué comemos, entonces?

La película afirma que los océanos se secan; no hay peces. ¿Qué queda? Gente. Del resto, comestible, apenas nada. Habría conatos de rechazo-y-repugnancia, ajá, sí, pero cuando apretase el hambre… Su inexorable lógica…

La población lo aceptaría, y en breve, ¿parecería normal? No sé hasta qué punto, empero, zamparte al abuelo transformado en galleta mutaría el pensamiento global, forzaría la recuperación por lo que hubo antes. ¿O el personal alzaría los hombros, se adaptaría, y empezaría a servir directamente carne humana en el menú? El Gobierno ¿no la proporciona como Soylent Green? ¿Por qué Chez Moritz no podría, pagadas las correspondientes tasas?

Una verdad que Thorn no querría haber descubierto
Cuando el destino nos alcance enseña lo que un libro “con posibles” puede ser cuando le aplican oscuridad. Novela y película son muestras, además, de cómo un pensamiento en torno a un planteamiento concreto varía en pocos años. De qué forma las carencias endurecen a las Sociedades, cómo muere un inocente candor de boy scout para abrazar una voracidad egoísta, reflejo de sus privaciones y apetitos, que deben ser satisfechos como sea.