Afiche con fecha de estreno |
Apuntalándose en destacados monstruos de Universal
que, durante Década 30, coparon la
pantalla de plata, Sommers construye
un potente espectáculo visual confiando homenajear aquella época, como el
instinto que inspiró a diversos realizadores a sacar de los vetustos volúmenes
del gótico más rancio, arcaico y aburrido (como Frankenstein, de Mary Shelley) unas pocas pesadillas que
cobraron carne mortal en Bela Lugosi,
o Boris Karloff.
La actualidad, empero, obliga a un completo
remozado del concepto y el género. El espectador de hoy no puede sentir pánico,
o repulsión, o inquietud, ante una sombra que se desliza, generada por un actor
cariacontecido que se las da de “misterioso”, con el B/N realzado su histrionismo.
¡Hay que dar tralla!, y Sommers lo hace. Confiando
llenar las salas, entrega una producción vagamente imbuida en espíritu de videojuego (pues el target
que más consumiría la película sería adicto a los entretenimientos virtuales),
y vigoriza la imagen de estos fenómenos del pagano pasado del terror,
arrancándoles la costra de plúmbeos estereotipos manidos que los fosilizaba.
Van Helsing en postura heroica para motivar entusiasmos |
También jugó con los grises estilo relato
Alan Moore, o Michael Moorcock: el malo no lo es tanto, o lo es a disgusto. Y el
bueno tiene un pasado que prefiere ignorar, olvidar, deseando que jamás hubiera
sucedido.
Sommers surfeó entonces la estela
“modernizadora” de Darkman y Blade, por citar dos ejemplos. Sam Raimi había tocado, con notable
éxito, tres figuras dignas de los monstruos Universal,
como El
Hombre Invisible, El Fantasma de la Ópera y el escultor
que Vincent Price encarnara en Los
crímenes del museo de cera, recreándolos en una sola y dinámica figura.
Blade destruía la añeja mugre que acartona el
mito del nósfero, al arrogante aristócrata de la más profunda y supersticiosa Rumanía, amo de acólitos obtusos víctimas
de un hábil tragasables armado con un vaso de agua bendita y una estaca de
madera. Los nósferos de Blade, jóvenes
y ambiciosos, vivían el día-a-día discotequero dándole otro sentido a las
palabras “raíces profanas y sangrientas”.
Replicado por la dominante Anna Valerious, hembra alfa |
Ayuda al turno de actualizar de Sommer un
Hugh Jackman empotrado en la imagen
de Clint Eastwood, tanto en su
faceta de pistolero Sin Nombre de western-spaguetti
de Sergio Leone como de Harry el Sucio. El Gabriel Van Helsing del
australiano no es el Abraham Van Helsing de Anthony Hopkins
en Drácula.
Semeja un decimonónico Blade
Runner steampunk a sueldo del Vaticano,
que el director caracteriza como una fuerza integradora de cultos enfrentados a
paganas abominaciones que desafían la voluntad divina con su sola existencia.
Apenas hay interés en ahondar en la
psicología de los principales participantes del filme, aunque logran soslayar
las actuaciones planas, o arquetípicas. Todos guardan algo oscuro que macula
sus almas. Pecados que purgar. Sommers consigue que el breve bosquejo efectuado
baste para permitirnos ver que estos personajes tienen motivaciones recónditas
(más allá de ganar el perdón divino) que los espolean a proceder como lo hacen.
Y, a modo, ambos manipulados por este bien acompañado Drácula |
Destaca Drácula (Richard Roxburgh), que aunque parece encasquillado en el rol del corrupto
noble valaco, de ahí avanza por fértiles parámetros de creatividad, generando
una actuación distinta. Tiene superpoderes. Humor. Ironiza con su situación.
El Monstruo
de Frankenstein (Shuler Hensley)
también despide contrastes. Aparece como un ser atormentado, consciente de qué
objetivo tiene su dramática génesis. Maldición de la que pretende escapar, confiando
desarrollarse como un sujeto culto y sensible, pese a su atroz apariencia. Pero
se lo impiden.
Kate
Beckinsale (Anna Valerious) sí bordea el cliché.
Sale como tía buena en réplica a la seca virilidad de macho alfa de Van
Helsing, profesional con larga y dolorosa experiencia cuyo eco anubla sus días.
Sommers detiene aquí el desarrollo de las identidades. (Por eso David Wenham —Carl— parece gilipollas.) Ahora… ¡es la hora de las tortas! O el
personal abandona la sala.
Un trío un poco cantoso, como para irse de copas. En especial, el fortachón remendado por doquier |
Y se entrega al brioso espectáculo, sin
olvidar a qué fin sirve la historia, que, en ciertos momentos, tiene regusto a
secuela apócrifa de La Liga De Los Extraordinarios Caballeros. Van Helsing muestra demasiados enlaces como para obviarlo.
El intenso matraqueo circense (de esas
caídas, te levantas baldado, no con ganas de recibir más) induce reflexión: en
algún momento, el cine de acción dejó de ser un compendio de acrobacias, más o
menos creíbles, para transformarse en un despliegue de excesos e imposibles
donde los actores hacen el doble de lo que podía esperarse, y es poco. No basta
una bala para matar: debe dispararse todo el cargador.
Fotograma alegórico: todos llevan máscaras en esta briosa producción |
No vale hacer una arriesgada voltereta:
hay que bordar el triple mortal. Van
Helsing peca de estos excesos que van llevando al cine de acción a un peligroso
callejón: ¿cómo superar lo insuperable, quedando bien?
Empero, siendo indulgentes con estos
detalles, la cinta es un ameno y cuidado deleite visual que, sin complejos, rompe
cánones enmohecidos, atreviéndose a imaginar con libertad. Que sea así no
significa que deba ser así… especialmente cuando lo habido es malo y da para
más.